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El ajedrez es un juego curioso que, al inicio, se ve complicado. Me atrae porque pide más que mover fichas; exige pensar y analizar cada paso. Cada juego es un mundo y siempre hay algo nuevo que pillar. No es cosa de azar, sino de seso y calma. 

Lo primero es pillar el rollo. Cada ficha baila distinto: los peones dan un paso o dos al salir, la torre va recto, el alfil en diagonal, el caballo en "L", y la reina va a donde le da la gana. El rey da un pasito para todos lados y hay que cuidarlo como oro. 

Cuando ya te sabes el baile, hay que poner las fichas en su sitio en el tablero. Cada una tiene su rincón para que el juego rule bien. También mola tener el centro controlado, porque desde ahí tus fichas tienen más cancha y pegan más fuerte. 

Al arrancar el juego, renta sacar los caballos y alfiles primero y hacer el enroque para cuidar al rey y juntar las torres. No mola darle mucho a la misma ficha al principio, porque así no sacas a tus fichas y te puedes quedar vendido. 

Un truco clave del ajedrez es pensar antes de actuar. No hay que ir a saco. Hay que ver qué hace el otro y qué puede pasar luego. A veces es mejor cubrirse que atacar a lo loco, porque perder una ficha clave te puede costar el juego. 

Después de jugar, mola ver dónde metiste la pata. Así pillas qué falló y cómo mejorar. También puedes ver juegos de capos en libros o en la red, porque te enseñan movidas nuevas y formas distintas de jugar. 

Medirte contra cerebros más brillantes que el tuyo es un plus, aun tropezando, pues tu mente muta. El ajedrez teje paciencia, enfoque y la fuerza para no ceder ante la adversidad. A veces saboreas la victoria, otras la derrota, pero siempre cosechas un nuevo saber. 

Si cada día danzas un poco con el tablero y agudizas tus sentidos, pronto danzarás al ritmo del juego. Anticiparás los pasos de tu rival y el gozo será tu recompensa. Al final, ganar no es la única meta, sino crecer y disfrutar cada movida en el tablero.