Lipograma
El terror se adueña de la montaña cántabra. Una banda de desalmados ladrones ha saqueado numerosas casonas de la zona. En contra de los esperado, lo robado en todas sus hazañas no se encontraba dentro de las cajas fuertes; tampoco en los joyeros de plata que adornan las alacenas de las alcobas. Muy a la contra, las jaulas forzadas de los establos que se encontraron los dueños, señalaban el robo de las aves que en esas jaulas moraban.
Hablamos de unas aves muy concretas, unos loros. Pero unos loros de una clase nada usual. Se trataba de al menos una docena de guacamayos.
Las fuerzas del orden creen que tal vez la causa de todo este embrollo obedezca a una venganza personal, el tan sobado recurso al ajuste de cuentas, que ayuda a dar carpetazo a un asunto.
Los desolados afectados, por contra, creen que lo que se encuentra de esos extraños sucesos, no es otra cosa que una banda de ladrones que, una vez logrado el robo del guacamayo, lo venden en el mercado negro por un puñado de euros, mucho menos de la octava parte de su valor real. Claman ayuda para reclamar sus aves y que el alcalde ponga más patrullas forestales nocturnas, mayormente los sábados durante el turno de noche, horas estas en que gente muy extraña acostumbra a merodear los oscuros senderos que rodean las casonas.
De pronto, comenzaron a colgar carteles por los alrededores con retratos de los guacamayos robados y sus teléfonos de contacto en caso de encontrarse con ellos. Lo chusco del caso es que no hay cosa que se parezca más a un guacamayo que a otro guacamayo; lo que según según este reportero resta, probablemente, promesa de resultados.
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