Lipograma (autoría Hugo Castresana)
El mito del egiptólogo noruego que eclipsó su mente en el último mes, no pudo menos que convencerlo de lo oportuno de ese obsequio. Y digo mito no por lo célebre, sino porque el supuesto descubrimiento, ese que recorrió los medios difundiendo un utópico rito mortuorio con el que, presumiblemente, siempre se puede morir siendo feliz no fue motivo de ningún riguroso estudio. Y, si bien, en principio, se le concedió cierto crédito, se conoce del incentivo sin códigos de los noticieros, siempre huecos de contenido, y de profesiones en peligro de extinción: el fin es vender y subsistir.
En resumen, lo poco verídico no le importó y se sumió en el consumo de ese mito sin titubeos. Cuestión que el cincel que su difunto tío recientemente le legó, y del que no quiso ni pudo desprenderse, en poco tiempo cobró un inmenso y simbólico poder: en cierto modo, ese tosco instrumento hizo que todo lo que creyó constitutivo de su ser, esos deseos y principios endurecidos por un cúmulo de silencios y necios pretextos, crujiese hondo, demoliendo consecuentemente su presente e inútil destino. No supo cómo, si fue el filo, su peso o lo inerte del hierro, pero sin proponérselo un simple cincel le permitió comprender mejor cómo pensó su gente, lo hostil que fue su entorno y el exceso de rigidez que los consumió, precedentes que reconoció como sus propios y tristes elementos constitutivos.
No lo soportó y, como en el mito, volvió en sí con el ferviente deseo de un fin distinto o, incluso mejor, de un devenir con sentido. Reflexionó, sublimó su dolor y en segundos, con un impulso impetuoso, esculpió el relieve de su nuevo y humilde destino, ese que por fin, tiempo después, dejó de volverlo un espectro cruel y escéptico; un destino certero, en el que en serio existe y no es ficción. En síntesis, no siempre un simple gesto se hunde en lo intrínseco y se vuelve simiente pero, si es el momento, emerge intrépido y se inscribe en lo eterno.
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