Blog 2 Luna
Nos conocimos antes de ser padres, antes de que nuestras ideas políticas se asentaran del todo, y siempre habíamos sido capaces de hablar de política con respeto. Cada uno con su postura, cada uno con sus motivos. Y aunque desde hace unos años notaba que nuestras conversaciones iban siendo más tensas, la amistad seguía estando ahí. Por eso, cuando el tema salió en la mesa con nuestros hijos adolescentes delante pensé que simplemente tendríamos otro intercambio un poco incómodo pero civilizado.
Lo que no imaginé fue que el hijo de mi amigo, un chico de 17 años al que he visto crecer, soltaría de pronto un insulto gravísimo dirigido al presidente del gobierno, acompañado de un deseo violento. El silencio que cayó sobre la mesa fue inmediato. Lo más desconcertante no fue solo la frase, sino que su padre, mi amigo, reaccionara con una especie de risa incómoda, casi como quitándole importancia.
Y en ese momento me quedé congelado. No solo por lo que se había dicho, sino por lo que significaba. ¿Desde cuándo algo así podía parecer normal? ¿En qué momento habíamos dejado de corregir a los nuestros cuando cruzaban líneas? ¿Qué había pasado con la idea de enseñar a nuestros hijos que las diferencias políticas se discuten, no se resuelven con odio?
No dije nada en aquel instante, en parte por respeto a la situación, en parte porque no quería convertir la comida en un campo de batalla delante de los chavales. Pero me fui con una sensación extraña, como si hubiese visto una grieta en un lugar que pensaba firme.
Con los días he pensado mucho en lo ocurrido. No se trata de que dos amigos tengan ideologías distintas; eso siempre ha sido parte de nuestra historia y nunca fue un problema. Lo inquietante es cuando el debate deja de ser debate y pasa a convertirse en un espacio donde los extremos se normalizan, especialmente delante de quienes todavía están formando su manera de entender el mundo.
Así que me quedo con esta reflexión, las amistades, incluso las más largas, requieren cuidado. Cuidar no significa evitar siempre los temas difíciles, sino saber afrontar lo que se ha descarrilado. Tal vez la valentía, en estos tiempos, no sea ganar una discusión, sino atreverse a decir que esto no está bien, sin perder la humanidad que nos une.
Y si algún día vuelvo a verme en una escena así, probablemente no me quede callado. No para imponer mis ideas ni para iniciar una pelea, sino para recordar algo básico: que las palabras importan, que los ejemplos importan y que educar en el respeto no es opcional, venga de donde venga la opinión política.
Comentarios
Publicar un comentario