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La historia podría acabar de una manera que deje claro que ese momento no puede quedarse así, como si no hubiera pasado nada. Porque cuando estás toda la vida discutiendo con tu mejor amigo por política, pero siempre desde el respeto, desde el pique sano, desde esa confianza de años… y de repente escuchas a su hijo decir una barbaridad como que a un presidente “hay que pegarle un tiro”, y encima ves la cara de su padre como si estuviera de acuerdo… eso no es una tontería. Ese es el tipo de cosas que te hacen un nudo en el estómago y te rompen algo por dentro.

El final que yo le pondría es que el amigo que escucha eso decide hablar. Quizá no en la mesa, para no montar un drama delante de los críos, pero sí después. Le dice a su amigo: “Tío, esto ya no es política. Esto es violencia. Esto está mal. Y tú sabes que está mal.” Y aunque el otro al principio se ponga tenso, se pique o se ofenda, al final se quedan solos, hablan de verdad, sin gritar, sin chistes políticos de por medio, sin el orgullo interfiriendo. Igual el hijo lo dijo por hacerse el gracioso, por quedar de “duro”, por repetir cosas que escucha sin pensar. Y su padre, que lleva años discutiendo de política como si fuera un equipo de fútbol, quizá no se dio cuenta de que sus gestos están educando más que sus palabras.

El final que imagino es que el padre se queda pensativo, que se da cuenta de que una cosa es debatir, incluso discutir, y otra muy distinta es que su propio hijo normalice la violencia política. Y que, aunque le cueste, hable con él. Le diga que eso no está bien, que no hace falta matar a nadie para estar en desacuerdo, que la democracia funciona porque la gente opina diferente sin matarse. Que él, como adulto, como padre, tiene responsabilidad. Y que la amistad también tiene límites, pero que no quiere perder a su mejor amigo por culpa de ideas mal interpretadas.

La reflexión que me deja esta historia es que a veces jugamos a la política como si no tuviera consecuencias. Como si insultar, desear lo peor o decir barbaridades fuera solo una forma de desahogarse. Pero cuando un chico de 17 años suelta que a un político hay que pegarle un tiro, no sale de la nada. Sale del ambiente, del ejemplo, de lo que escucha. Y si su padre pone cara de estar de acuerdo, aunque sea sin pensar, aunque sea solo por inercia, está mandando un mensaje terrible.

Me hace pensar que la amistad, por muy fuerte que sea, necesita límites sanos. Y que, por encima de las ideas, va la humanidad. Que no puedes defender la violencia solo porque alguien no piensa como tú. Que la política se puede discutir, incluso se puede pelear verbalmente, pero nunca justificar que a alguien se le haga daño solo por su ideología. Eso es retroceder siglos.

Si yo estuviera en esa cena… creo que me quedaría helado. Al principio quizá no diría nada, porque cuando algo es tan bestia te deja sin palabras. Pero después, ya fuera de la mesa, yo sí lo hablaría. No me lo guardaría. Le diría a mi amigo que me dolió, que me chocó, que me pareció horrible. Que me dio miedo, incluso. Y que me preocupa que su hijo esté escuchando cosas que le hacen pensar que matar a alguien por política es “normal”.

Y si fuese el padre del chico que lo dijo, me sentiría fatal. Porque me daría cuenta de que, sin querer, puedo estar transmitiendo odio en vez de pensamiento crítico. Y me tocaría hacer lo más difícil: reconocerlo, corregirlo, y hablar serio con mi hijo para que entienda que la violencia no es ninguna opinión.

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