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En nuestra comunidad, la aparición de grafitis en la puerta del garaje me ha llevado a reflexionar profundamente sobre el valor de este fenómeno y sobre cómo deberíamos gestionarlo. Personalmente, creo que los grafitis son una forma de arte urbana que puede embellecer y dar personalidad a los espacios, pero también entiendo que, cuando se realizan sin autorización, se convierten en un problema de convivencia y de respeto a la propiedad ajena.
Hace un mes, vimos nuevamente esos grafitis en nuestra puerta del garaje. Esto me recordó que no es la primera vez que ocurre; el año pasado tuvimos que gastar dinero en pintar y borrar los dibujos que aparecieron. En la pasada junta de vecinos, se aprobó gastar 2500 euros para repintar la puerta, y aunque entiendo la necesidad de mantener la estética y el buen estado de nuestra comunidad, no puedo evitar pensar que estamos desperdiciando un potencial artístico que podría canalizarse de manera más positiva.
Para mí, los grafitis son una forma de expresión cultural y artística que refleja la creatividad de las personas y, en muchos casos, su crítica social o su visión del mundo. La energía y el talento que hay detrás de muchos grafitis son innegables, y me parece injusto descalificarlos automáticamente como vandalismo. Sin embargo, soy consciente de que la línea que separa el arte del vandalismo es clara: cuando se invade la propiedad privada sin permiso, estamos frente a un acto ilegal y a una falta de respeto hacia los vecinos. Aquí es donde mi apoyo a los grafitis encuentra su límite.
Creo que la manera correcta de actuar en casos como el nuestro es encontrar un equilibrio. Por un lado, deberíamos proteger nuestra propiedad y garantizar la convivencia: nadie quiere que su puerta, muro o fachada se convierta en un lienzo sin consentimiento. Por otro, podríamos abrir espacios autorizados para grafitis dentro de la comunidad o en zonas públicas cercanas, promoviendo así la creatividad sin perjudicar a nadie. Incluso podríamos organizar talleres o concursos de grafitis para que los artistas locales expresen su talento de forma legal y reconocida.
Si yo estuviera tomando decisiones en nuestra comunidad, intentaría combinar ambas estrategias: proteger lo que es nuestro, pero también fomentar el arte urbano en espacios permitidos. Así, reducimos la frustración de los vecinos y, al mismo tiempo, valoramos la expresión artística. Gastar 2500 euros en pintar la puerta es necesario ahora, pero me gustaría que en el futuro pudiéramos canalizar la creatividad de quienes hacen grafitis hacia proyectos que todos podamos disfrutar, transformando un acto que ahora es percibido como un problema en una oportunidad cultural para nuestra comunidad.
En definitiva, los grafitis no son inherentemente malos; son arte con restricciones. Mi postura es clara: apoyo los grafitis como forma de expresión, pero siempre dentro de un marco de respeto a la propiedad y a la convivencia vecinal. Así podemos coexistir, proteger lo nuestro y al mismo tiempo celebrar la creatividad urbana que, con el enfoque correcto, puede enriquecer nuestra vida cotidiana.
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